Jesús (Sidnâ ‘Isà, ‘aláihi s-salâm) es contado entre los grandes profetas de la
humanidad.
Lo que sí nos interesa, y nos parece lo más relevante, es lo que significa y el alcance de esta postura del Corán. Admitir la concepción milagrosa de Jesús no representa ningún inconveniente: sería un signo más del Poder de Allah, que no tiene que someterse a ninguna condición de las leyes que rigen la naturaleza, que Él mismo ha creado. El mensaje que un musulmán recibe de este hecho es que Allah no depende de nada. Él es anterior a todo y está por encima de todo.
¿Qué conclusión sacamos de todo esto?
Que el cristianismo gira en torno a la noción de pecado. Todo está en función del pecado: Dios mismo se hizo hombre para poder lavar con su sangre ese mal, que según esta doctrina, no tiene otra forma de ser eliminado. El pecado tiene unas dimensiones metafísicas terribles. Acompaña a la humanidad desde sus orígenes, todos nacemos contaminados. Solo la sangre de Dios puede librarnos de ese fardo invisible. La sangre de Dios, es decir, el sufrimiento elevado a categoría de teofanía. Por ello el cristianismo apela tanto a la fe, que es la adhesión incondicionada a lo irracional.
Hay cristianos que se acercan a los musulmanes y les preguntan cómo se plantea en el Islam el tema de la salvación. “¿Y qué es la salvación?”, preguntará a su vez el musulmán. La salvación sólo es planteable cuando el pecado es un ídolo, como sucede entre los cristianos. En el Islam, el acento se pone en Allah, no en el pecado. Conocer a Allah es lo que libera al ser humano. Conocerlo y abrirse al infinito que representa. Y esa fue la enseñanza de Jesús, según los musulmanes: el Tawhîd, la Unidad del Señor de los Mundos, es decir, la renuncia a los dioses para que resplandezca la luz del Uno-Único, el que está por encima de todas las consideraciones, el que es capaz de hacer que surja vida de una virgen.
Jesús, al igual que Muhammad (s.a.s.), luchó contra los ídolos, y lo hizo entre los judíos, en un entorno monoteísta. Y es porque los fantasmas que atormentan a los seres humanos, los dioses que imagina, son muchos más que las representaciones que los politeístas adoran. Y entre esos ídolos hay que contar la fijación obsesiva en el pecado. El Islam que predicó Jesús (‘aláihi s-salâm) fue el de todos los profetas, la búsqueda sincera de autenticidad. Y esto es lo que los musulmanes aprecian en Jesús, y es para ellos un profeta de envergadura colosal, sin necesidad de hacer de él un dios o el hijo de un dios, sin necesidad de matarlo, sin necesidad de resucitarlo después para quedarse anhelando la realidad del asunto y buscando alguna claridad detrás de una historia en la que no se sabe donde está la realidad y donde el mito.
A la luz de todo lo anterior, debemos advertir que cuando un musulmán, utilizando lenguas occidentales, habla de “pecados”, está pensando en otra cosa. Le han dicho que los términos coránicos dzanb, játa, ma‘sía, izm,... deben traducirse por pecado, y no se da cuenta de las resonancias que este último término tiene. En el Islam se habla de las torpezas, los errores, las rebeliones, del ser humano, no de “pecados” con la carga metafísica, psicológica y mítica que tiene en el cristianismo. El Islam apela al sentido de responsabilidad del ser humano, no al sentido de culpa. Son demasiadas las diferencias como para que “pecado” sea una traducción adecuada.
Teniendo esta noción como base, pasaremos a profundizar en la figura de Jesús desde la perspectiva islámica.
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